Esta
es una historia triste. Al sentarme ante la máquina de escribir
para darle forma, afloran a mi mente los trágicos momentos que
le dieron vida y siento que me acongoja una tremenda pena, la misma
que aquel fatídico 15 de setiembre de 1966, ensombreció
mi alma y que aún hoy no puedo apartar de mí, aunque haga
lo imposible; por olvidarla.
Tal vez muy pocos se den cuenta del
alto precio que tuve que pagar por satisfacer anhelos de extranjeros que visitaban
nuestro suelo criollo en busca de emociones caceriles, promocionando una zona
que todos estiman como de las mejores del mundo para la práctica de la
caza mayor. Mi querido suelo rionegrino.
La narración lleva, pues,
implícito, un hondo sentido de conciencia que me obliga a dejar grabadas
en letras de molde, las acciones que epilogaron con la muerte de mi mejor perro
de cacera, el "Day" a quien le rindo este postrer homenaje como mi mejor
reconocimiento a su labor de montería, que nadie ha logrado igualar hasta
el momento.
Tras
la fieraEra
el día 15 de septiembre de 1966. La cacería del tremendo jabalí
comenzó, lo recuerdo bien, a las dos y cuarto de la tarde.
Pronto hallé
el rastro. Lo seguimos, comprobando que, tras algunas vueltas, se alejaba de la
costa.
Era un rastro enorme, verdaderamente impresionante. Por un momento
dudé que fuera el jabalí. Más parecía el de un ternero
guacho.
Calculé que el tamaño de la bestia debía ser
enorme y, lo confieso, tuve un poco de temor. Justamente ante los yanquis me tocaba
enfrentarme a semejante bicho.
Los Dogos, disciplinados como siempre, entraban
y salían de los montes que nos rodeaban olfateando el suelo en una labor
perfectamente coordinada.
Estudié el viento y me di cuenta de que deberíamos
dar un rodeo para ubicarnos bien. En silencio lo hicimos.Presagio
de acción
Nos detuvimos un rato repasando las acciones dispuestas
en busca de coordinar la labor de todos los presentes, aprovechando el momento
para ajustar las cinchas de los caballos.
Mis ayudantes se abrieron una docena
de metros. Nosotros rodeamos los chaparrales, dejando que los Dogos se metieran
entre lo intrincado del follaje buscando afanosamente su presa.
Revisamos
la maleza despaciosamente, siempre avanzando. Hombres, perros y caballos se movían
sincronizadamente.
En el aire parecía ventear un presagio de acción.
Lo sentía sobre mi carne como algo doloroso, indefinido.
Ocurrió
de improviso, como siempre. Por más avisados que estemos siempre el momento
crucial nos toma de sorpresa.
Fue un solo ladrido, agudo y potente, y un sordo
rumor de ramas rotas ante el impulso de cuerpos en carrera.
Desaté
mi caballo y con fuertes gritos animé a los perros. Valoré a la
distancia el tremendo adversario que me tocaba en suerte y a toda marcha encaré
derecho al monte, en seguimiento de los Dogos.
Los gritos de mis ayudantes
se unieron a los míos y el lugar, silencioso hasta ese instante, tembló
al impulso de los animales desatados en estampida.
Clavé las espuelas
en mi monta, descargando mi arreador sobre sus flancos. Urgía correr, correr
desesperadamente, sin tener en cuenta las matas espinosas que nos rodeaban.
A nuestro lado pasaban, en violento "relantiseur" los montes. En un
principio escuchaba a mis espaldas los gritos de mis acompañantes que se
unían a los míos, pero al rato noté que me encontraba solo.
Mi caballo había aventajado a los otros.
A Read lo hablan detenido
los montes, a los cuales no estaba habituado. Tras él Rickoff se agotaba
tratando de alcanzarme. Muy separados, filmadores e intérpretes quedaron
"desparramados" y desorientados ante lo brutal de la corrida.
Se
orientaban con gritos, procurando el agrupamiento para la acción final.
El jabalí no quería presentar pelea.
Era simple. Su lucha con
"Diablo", del que le costó desprenderse, le habla hecho sentir
respeto por los perros blancos.
Comprendía que de no ser alcanzado
ahora el animal desaparecería de la zona, resultando muy raro que volviera
a esos lares. Su desesperada carrera así lo indicaba.
Era evidente
que esa desesperación lo haría temible en caso de verse obligado
a presentar lucha.
Así pensando llegamos a un largo claro que se extendía
como trescientos metros delante de mí. A menos de cincuenta corría
la masa peluda con sus cerdas encrespadas, tratando de llegar nuevamente a la
espesura. Era un gigante. Me sobrecogió su tamaño y el blanquear
de los largos colmillos sobre su negra trompa.
Realmente jamás había
visto bestia semejante. Ni viva ni muerta. Mis pobres Dogos aparecían empequeñecidos
a su lado.Lucha
feroz
Corría sin esfuerzo aparente, aunque los perros le estaban
dando alcance. "Day" iba estirando su carrera, tratando de tomarle sobre
un costado. "Pillan" ya se había abierto y lo acosaba por el
otro costado.
En mitad del claro "Day" ensayó su primera
mordida. De un golpe, dado a la carrera, el jabalí lo desarmó fácilmente.
"Pillan" corrió la misma suerte. Yo notaba con desesperación
que el monte del frente se aproximaba.
Apuré el caballo, que se abrió
como 15 metros de la fiera. No había forma de acercarlo, ya que, temeroso,
resoplaba enloquecido, tratando de huir de cualquier manera. Castigué con
el arreador procurando acercarme. Lo necesitaba a toda costa.
"Dele"
trataba de prenderse de los cuartos de la fiera. No podía, pues ésta
era demasiado grande. Le fallaban sus mordidas, que resbalaban sobre las cerdas
del jabalí.
El monte estaba encima. Sofrené mi cabalgadura para
evitar el choque con los chañares. El jabalí sacó nuevas
ventajas, con los Dogos o sus costados.
De pronto, dando un fuerte bufido,
la fiera se detuvo casi al borde mismo del chañaral. Observé que
"Dele", por fin, había logrado afirmarse en su mordida. Nunca
me expliqué cómo. El hecho es que allí estaba, deteniendo
al jabalí, que giró en redondo, lanzando impresionantes bufidos.
Cada vuelta del jabalí hacia girar al perro por el aire como un simple
papel juguete del viento. "Day" y "Pillan" trataban de prenderse,
pero eran volteados sin contemplaciones cada vez que se arrimaban a la fiera.
Sentí un quejido de "Pillan" ante un fuerte "jetazo"
recibido.
Esa lucha no podía demorarse mucho. Lo comprendía.
Mis perros serian hechos papilla si no me decidía a intervenir.
Busqué
atropellar con el caballo, que se negó, de puro nervioso, a responder al
requerimiento de las espuelas.
Largué el arreador al suelo y saqué
mi cuchillo de larga hoja pensando en "desjarretar" al suido apenas
me diera una oportunidad favorable.
Entendí que si descendía
del caballo era hombre muerto. La fiera, cuya irritación crecía
a ojos vistas, arremetía contra mí.
De pronto todo se precipitó.Dialogando
con la muerte
El jabalí, que parecía no mirarme, giró
sobre si y arremetió furiosamente contra el caballo, del que lo separaban
apenas dos metros.
El noble bruto, asustado en extremo, pegó una espantada
como si de pronto le hubiesen crecido alas. El jabalí alcanzó a
tocarlo en una de sus paletas, donde dejó la marca de un soberbio colmillazo.
Me sentí despedido en el aire, con el cuchillo en la mano. Caí como
un plomo sobre el suelo, perdiendo el arma ante la fuerza del impacto.
Lo
que pasó por mi mente en ese instante sólo Dios y yo lo sabemos.
Instintivamente, sin sentir dolor, traté de girar, disparándole
a la fiera.
Los Dogos "Day" y "Pillan" habían aprovechado
el cambio de dirección de ataque del jabalí y prendieron como garrapatas
de sus orejas. La fiera había comenzado a hacer sonar sus colmillos, provocando
un ruido atroz que erizaba los cabellos. Se hallaba de cuartos a mí atendiendo
la mordida de los perros.
"Dele" buscó afirmarse mejor, señal
evidente de que el cansancio comenzaba a hacerse presente. Pensé en mi
cuchillo. ¡Vaya a saber dónde había ido a parar!
Desesperado,
consciente de mi única posibilidad y sintiendo cercano el grito de los
cazadores que me acompañaban, jugué mi última carta. Me prendí
de las patas traseras del jabalí y junto a "Dele" aguantamos
la embestida. Nunca había visto patas tan gruesas ni tan difíciles
de sujetar. Se movían con golpes cortos y yo comprendía que mis
acalambradas manos aguantarían muy poco más.
La fiera procuraba
girar para alcanzarme. Yo podía ver sus orillos pequeños, de un
brillo asesino, que buscaban ubicarme.
Sonaron unos tiros. Hice un último
esfuerzo y giré sobre mí mismo tres o cuatro veces.
¡Estaba
vivo!...
Me levanté como impelido por un resorte y me dispuse a disparar.
Tenia los nervios destrozados, ganado por el pánico más horrendo
que he sentido en mi vida.
Sentí otro disparo y a tres metros de la
acción me volví a mirar, limpiándome con manga de la camisa
la sangre de mi cara. La escena que se presentó a mi vista e realmente
espantosa.
El jabalí caía arrodillado ante los disparos de Read
y de Rickoff, que, anhelantes, mantenían aún sus armas listas. Detrás
mío sentía a los fotógrafos e intérpretes que se acercaban
al galope.
Los Dogos seguían mordiendo a la fiera abatida.
La
tragedia
Me acerqué a "Day", que también
temblando me miraba, extendido sobre un gran charco de sangre. El jabalí
también yacía sobre un gran manto rojo que brillaba extrañamente
al sol.
"Day" se separó y entonces, sólo entonces,
alcancé a comprender, sintiendo otra vez el terror del momento.
No
tenia fuerzas para continuar. Me parecía estar soñando sumido en
un extraño sopor que desfiguraba los cuerpos que me rodeaban. Pensé
en la caída del caballo, en los minutos que habla estado mano a mano luchando
con el jabalí y extrañé no tener ningún hueso roto.
Temblaba como una hoja y en mi boca la sangre que había penetrado comenzaba
a tener un sabor muy amargo.
El Dogo procuró acercarse a mí.
Lo vi venir como entre sueños, casi sin oír a los yanquis que conversaban
a gritos. Comprobé que la garganta del perro se hallaba cercenada.
Llegó hasta mí y como siempre buscó mi regazo. Se acomodó
temblando y mientras lamía tiernamente mis manos clavó largamente
su mirada en mi.
Grité no sé qué cosas y cuando oí
que una filmadora funcionaba a mi lado me desaté en una retahíla
de improperios.
La gente se retiró y me dejó con mi buen amigo
en el regazo muriéndose. Los otros Dogos se acercaron, también cubiertos
de sangre, gimiendo su desesperación y su impotencia.
La muerte se
acercaba y todos la oíamos llegar, sin nada a nuestro alcance para detenerla.
El pecho del buen "Day" estaba rojo de sangre, así como mis manos
y mi garganta.
-Maldito sea -exclamé-. ¡Malditos todos los jabalíes
del mundo!...
Nadie respondió nada.
Y lloré. Lloré
a gritos, comprendiendo que "Day" me abandonaba.
En un supremo esfuerzo
aprisionó mi mano ensangrentada por su propia sangre y ensayó mover
la cola en un último gesto de cariño.
Todo habla desaparecido
para mí. Allí estaba solo mi mejor perro, que se moría.
¿Médicos?... ¿Sanatorios?
Maravillosas palabras, pero
inútiles a dos largas horas de marcha...
No quise que "Day"
muriera sobre mi vehículo: ¡Que lo hiciera entre los chañares
en que habla vivido, lejos de la gente, sólo conmigo!...
Lo acomode
mejor en mi regazo y vi como la vida abandonaba lentamente su cuerpo herido sin
remedio.
Y en el silencio del monte vertí las más amargas lágrimas
de mi vida, respetadas en silencio por mis amigos cazadores
por Amadeo Biló
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